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UERIDO diario: (15 de Junio. 6.30 horas)
No sé porque escribí eso. No tengo ningún motivo para estar triste y muchos para encontrarme feliz… pero son las 6.32 de la mañana y no puedo dormir. No paro de dar vueltas en la cama. Es como si tuviera a alguien al lado observándome con una mirada helada, como si estuviera esperando a que hiciera o pasara algo… Además, únicamente sueño con unos ojos. Todas las noches una mirada hermosa y a la vez aterradora se encuentra dentro de mi cabeza y lo peor de esto es que no puedo o no sé — puede que ambas cosas — como sacarla, eliminarla y pensar en otra cosa.
Puede que me esté volviendo loca o tal vez los locos son el resto por no soñar lo que sueño yo, o al menos algo semejante.
No se lo digas a nadie pero… tengo muchísimo miedo. Una vocecilla dentro de mí me dice que pronto algo va a cambiar…
No puedo seguir así, ¿debería contarle a alguien lo de mis sueños — o más bien pesadillas — y los temores y las sensaciones que me producen? Lo mejor será que piense en ellos más a fondo cuando me levante o cuando me encuentre con ánimos para hacerlo. Debo estar despejada para el día que me espera.
Rachel dejó de escribir, posó su diario de terciopelo violeta en la mesita y volvió a poner las sábanas sobre su cuerpo en un intento de volver a conciliar el sueño.
La chica tenía unos dieciocho años de edad. Alta, delgada y con espalda ancha gracias a la natación. Tenía un cuerpo de envidiar, aunque si no fuera por el deporte que practica ni mucho menos mantendría semejante silueta ya que su vicio por el dulce, sobretodo el chocolate, la llevaba a la perdición; Sus labios eran tan carnosos como un bizcocho recién hecho, al igual de dulces. Su piel, exquisita y suave, se asemejaba a un río al amanecer. El viento hondeaba unos cabellos castaño cobrizo haciendo que los rizos se estiraran y menguaran a su compás; y sus ojos eran castaños cual avellana, deseados por cada una de las ardillas existentes sobre la faz de la Tierra.
Inteligente, guapa, atlética… a simple vista parecía tenerlo todo: una familia que la quería, amigos, medios para hacer lo que quisiera… menos las notas que se esperaba de ella, y es que siempre encontraba mejor cosas que el estudio, como un libro interesante que el de historia o algún grupo de música nuevo con el que se pasaba media tarde tirada en la cama escuchándolo. Y para colmo esa concentración había disminuido en las últimas semanas. No podía dejar de pensar en aquellos ojos tan siniestros que la acompañaban noche si y noche también. Ocupaba tal cantidad de pensamientos que no tenía hueco en su cabeza para las asignaturas que cursaba, y lo peor es que en el fondo sabía que como siguiera así no sacaría nada en ese año.
Al día siguiente, después de su último inquietante sueño, el Sol cubría la casa, reflejándose a través de la ventana en el espejo de su cuarto.
Aún seguía atemorizada por ese sueño que desde hacía dos meses la acechaba y que cada vez aparecía con más frecuencia. Al principio veía esa mirada en intervalos de dos semanas, pero a medida que pasaba el tiempo iba aumentando el número de día que se aparecía, así, hasta atormentarla todas y cada una de las noches. Y lo peor no era eso, sino que por su culpa se encontraba agotada, ya que la sensación de que algo o alguien la miraba le impedía dormir.
Se levantó de la cama con los ojos lagañosos y cansados, no tenía ganas ni fuerzas para levantarse, pero a pesar de ello hizo un gran esfuerzo y se sentó frotándose los ojos con fuerza para despejarse, y acto seguido se vistió con lo primero que pilló — su buen humor no era algo que destacara esa mañana —. Terminada su corta sesión de vestuario bajó a desayunar, cruzándose por el pasillo con su padre Tom que le regaló una de sus enormes sonrisas mañaneras que por lo general solían animarla, pero esta vez no surtió el mismo efecto.
Tom era un padre ejemplar, de los pocos que quedan. Bueno y cariñoso, aunque un poco pesado, la verdad, pero le compensaba. Su pelo era negro como la noche más oscura, azabache, al igual que la barba de tres días tan característica en él; y sus ojos de un azul claro intenso, semejantes al mar al mediodía despejado, sin el menor movimiento unido por una fina cuerda al cielo vacío del mismo tono. Unos ojos que Rachel siempre envidió. Era un hombre de un treinta y ocho años de rostro amable que quería a su familia por encima de cualquier cosa y que hacía lo que estaba en su mano para sacarla a delante.
— Hola, cariño — la saludó Isabella, su madre, con una enorme sonrisa desde la encimera de la cocina cuando Rachel apareció por la puerta. Estaba preparando huevos con bacon para el desayuno.
La piel de Isabella era suave y blanca, y sus facciones eran como las de una adolescente de dieciséis años, cosa que para alguien de su edad — treinta y tantos — está bien agradecido; Sus ojos marrones eran semejantes a la avellana, exactamente iguales a los de su hija, como su pelo Cataño. Su estatura no era muy elevada que digamos, pero tenía una figura esbelta que le hacía parecer que no era así.
La madre tuvo a su hija muy joven, aunque a pesar de eso la suerte estaba de su lado, ya que fue a toparse con un hombre que la amaba con locura, lo suficiente para hacerse responsable de una pequeña niña recién nacida y ejercer el papel de padre.
<< Puede que últimamente estén un poco distantes, pero todavía se quieren >>, pensaba la muchacha cada vez que sus padres discutían o simplemente no se hablaban, en un intento de sentirse mejor consigo misma y hacerse creer que seguían siendo felices y que jamás se separarían. Pero esa felicidad hacía tiempo que se había esfumado: Isabella pasaba mucho tiempo fuera de casa y Tom cada día llegaba más tarde de trabajar. Podríais llegar a imaginar que tenían algún amante o algo por el estilo. Puede, no soy quien para negarlo, y si era así lo ocultaban de maravilla o simplemente se hacían los locos. La única que llegaba a plantearse mínimamente este tema era Rachel, por ese motivo los últimos meses estuvo enfada y distante con ellos, con ambos por igual. Estaba harta de la continuas peleas y de que la metieran a ella en medio de sus disputas la ponía enferma. ¿No eran ya lo suficientemente mayores para solucionar sus diferencias solitos?
Con este pensamiento en la cabeza, la muchacha se sentó en la mesa de la cocina, dejando caer su cuerpo como un saco de patatas sobre la silla, esperando a que su madre le acercara el desayuno, pero nada más hacerlo el olor a huevos y bacon le causó náuseas, produciéndole ganas de vomitar. Cerró los ojos con fuerza contando hasta diez para luego abrirlos lentamente y decir, vocalizando lo mínimo para evitar que el vómito que se había alojado en su garganta saliera despavorido:
— No… no voy… no voy a comer… No tengo… hambre…
— Tienes que hacerlo — replicó Isabella, que no se había percatado de la pálida y enferma cara de su hija, ya que había vuelto a la encimera para seguir cocinando, dándole la espalda —. Debes reponer energías para…
No había acabado la frase cuando Rachel vomitó. Isabella dio un respingo cuando el vomito salió de la boca de Rachel cayendo al suelo blanco de la cocina y sorprendida se giró.
Nada más darse cuenta de lo que pasaba dejó lo que estaba haciendo y fue a socorrerla lo más rápido que pudo. Se podía denotar la preocupación en el semblante de la madre y lo desprevenida que la había pillado, porque tardó unos segundos en asimilar lo ocurrido y preguntar:
— Cariño, ¿estás bien? — Le limpió la boca con una servilleta que había encima de la mesa.
El sabor de su boca le asqueaba y se negaba a desaparecer, algo que Rachel deseaba con todas sus fuerzas, porque le daba ganas de vomitar de nuevo.
No entendía como había podido echar algo del estómago cuando lo tenía prácticamente vacío.
Sujetó el borde de la mesa con una fuerza descomunal cerrando a su vez los ojos con la misma intensidad, e inspirando hondo, tratando de olvidar, más bien de ignorar, el olor y el sabor de la mitad de sus entrañas. Cosa que resultaba bastante difícil cuando era eso lo que la rodeaba.
Haciendo acopio de sus reservas de energía se levantó con cuidado de la silla de madera blanca para no volverse a caer, pero no pudo evitar tambalearse un poco. Comenzó a ver pequeñas y relucientes lucecitas que no paraban de moverse alrededor del semblante de su madre que la miraba más que preocupada histérica, que ayudaba a su hija a no desvanecerse contra el frío suelo de mármol blanco.
— Si… — Mintió cuando se encontró ligeramente mejor.
— Será mejor que hoy no vayas a clase — sugirió, apartándola el pelo castaño de la cara.
— Voy a ir, mamá. Solo… solo ha sido un poco de vómito… El olor a comida me ha dado náuseas, ya está. No me ha pasado nada. — Miró de refilón el reloj de la cocina — ¡Es muy tarde… — Gritó, recuperándose por completo, de repente —… no voy a llegar a tiempo!
Cogió la mochila y un caramelo de menta de un cuenco que había en el mueble de la entrada, para ver si de ese modo se le iba el mal olor de boca.
— ¡Pero…! — Intentó replicar la madre.
— ¡Hasta luego! — Se despidió cortándola a media frase, cerrando la puerta de la entrada de un portazo.
Rachel no podía perderse ese día de clase por nada del mundo: tenía dos exámenes finales, más bien dos recuperaciones de las asignaturas enteras, es decir, de todo el libro, y de ello dependía pasar un buen verano o no. No podía verse encerrada en su cuarto estudiando con el sol abrasador entrando por la ventana de su habitación y el resto de la población divirtiéndose. No, no volvería a pasar.
Al salir de la casa la chica pudo observar que el sol bañaba con sus rayos las calles, y junto con las flores hacían que el cuadro que Rachel tenía ante sus ojos se hiciera más hermoso.
El calor chocaba contra su piel, algo que le molestaba bastante ya que odiaba ponerse morena. Su piel ya lo era de por sí — cosa que detestaba — por ese motivo lo evitaba a todo costa; Tal era el calor que la muchacha se alegró de haberse puesto un vestido azul cielo con francesitas marrones, porque amortiguó bastante los sofocos durante el camino.
Al llegar al instituto estaba agotada debido al esfuerzo requerido para no llegar tarde. Había ido corriendo desde su casa hasta el edificio en que se encontraba — su instituto —. Ya se había levantado tarde y el percance del desayuno le hizo perder mucho más tiempo del necesario, aunque tuvo suerte: el timbre no había sonado aún y según su reloj de muñeca todavía le quedaban cinco minutos hasta la primera clase.
Al traspasar la puerta principal una mínima ráfaga de aire enfrió su caliente piel debido al tiempo que hacía fuera. Fue una sensación agradable que la relajó de una forma inimaginable, y el cabreo que la embriagaba mientras corría desapareció por completo.
Mientras se dirigía a su taquilla, situada al fondo del pasillo principal se preguntó dónde estaría Joshua. Le extrañaba que no la hubiera esperado fuera como todas las mañanas. Siempre estaba en la entrada a pesar de que, como ese día, llegara tarde.
De repente, unas manos granes y firmes la agarraron los hombros asustándola y haciéndola rebotar en el sitio.
— ¡Joshua! — Gritó entre alterada y emocionada.
Joshua era el típico musculitos que se creía mejor que nadie, que todo el mundo estaba por debajo de su nivel. Sin embargo, tenía algo que a Rachel le atraía… Cuando estaba a su lado no se sentía sola, estaba protegida. Notaba las mariposas revoloteando por su estómago cada vez que lo tenía cerca o simplemente pensaba en él… Se sentía única, porque había conseguido escalar la montaña hacia su corazón, había logrado conquistar lo que muchas chicas intentaron conseguir y no lograron alcanzar… su amor.
Los ojos de Joshua eran de un color verde pistacho penetrante que cuando te sumergías en ellos daba la sensación de estar caminando por un frondoso y espectacular bosque en un día soleado; y su pelo liso y castaño era semejante a la seda al igual que su piel suave y tersa. El pecho de su novio, fuerte y musculoso, conseguía enloquecerla y le transmitía un abrigo de protección y seguridad que hacía que pareciera que nada malo podía ocurrirle mientras estuviera a su lado; Pero lo que más le gustaba de éste era su voz… su voz era un sinfín de melodiosas notas colocadas en un orden estratégico para formar una hermosa canción; Y sus manos no tenían ni punto de comparación a las del resto de personas: la forma en la que la tocaba, como le cogía la cara antes de besarla, la sensación de calidez que le producía cada vez que la abrazaba y rozaba su espalda…
— Siempre apareces cuando te busco, sin excepción, aunque solo lo piense, ¿cómo lo haces? — Continuó Rachel después del grito, abrazada al cuello de su novio, mordiéndose el labio inferior, evitando resaltar de ese modo la sonrisa estúpida que se moría por salir.
— Será que tengo el don de la oportunidad — respondió con tono y mirada misteriosa, encarnando una ceja — ¿Me has echado de menos? — Preguntó después de una breve pausa en la que ambos se miraron fijamente a los ojos, meloso y con una media sonrisa torcida mientras se disponía a besarla, terminada dicha pausa, pero en medio del trayecto se paró — ¿Qué es ese olor? — Se preguntó en un susurro bastante audible, con cara de asco.
Rachel apretó los labios con fuerza — << Tierra, trágame >>, pensó — y se apartó ligeramente de Joshua un tanto avergonzada ¿Tanto se notaba que su aliento apestaba?
<< El caramelo no ha hecho NADA >>, pensó furiosa, poniéndole especial énfasis a la última palabra.
La chica tardó unos segundos en decidir si contárselo o no, y decidió que prefería que supiera la verdad antes de que pensara que era una marrana que no se lavaba los dientes. Cuando terminó de relatarle la historia Joshua se quedó pensativo y después de un rato sacó una barrita energética de la mochila.
— Toma — dijo ofreciéndosela con el semblante serio.
Ella estuvo un rato sin saber que decir. Se esperaba cualquier otra cosa, como una risa, un gesto de asqueo sarcástico… pero no eso. Miró a Joshua con una ceja encarnada, sin comprender a que venía lo de la barrita.
— ¿Te crees que te voy a dejar sin desayunar? Toma — insistió.
Ambas cejas de Rachel se levantaron en señal de que por fin lo había entendido. Poco después lo miró indignada. Era como si le hablase su padre.
Joshua al ver su reacción cogió la mano de Rachel y posó en ella la barrita. Odiaba que la tratara como a una niña pequeña. Sabía perfectamente porque no había comido nada antes de ir a clase y le fastidiaba que él no fuera capaz a entenderlo.
— Cómela — replicó señalando la barrita de muesly con el dedo índice al mismo tiempo que la campana que indicaba el inicio de las clases sonaba —. Me tengo que ir a clase, y tú deberías hacer lo mismo, — puntualizó sonriendo — nos vemos luego, ¿vale? — Se despidió dándole un suave y corto beso en la frente, acariciándole la cabellera, gesto que le hizo perder la noción del tiempo a Rachel por un instante. Finalizado ese beso se alejó a paso rápido desapareciendo entre la multitud, dejando a la estupefacta chica inmóvil en medio del pasillo.
Una vez perdidos de vista por completo miró la barrita enfada, la tiró a la basura más cercana y se fue corriendo a clase de matemáticas. Aborrecía esa asignatura y a día de hoy sigue preguntándose porque la cogió. No comprendía para que las necesitaba si no se iba a dedicar a nada que tuviera que ver con ellas. A parte de eso el día no fue tan malo: los profesores de historia e inglés no fueron a clase por lo que tuvo esas dos horas libres para repasar el examen de lengua que tenía a última hora. Le salió bastante bien. Hasta ella misma se sorprendió de ello, pero otra cosa fue el de las dichosas matemáticas… Dejó medio examen en blanco y lo que hizo estaba segura de que lo tendría mal. Sin embargo, no se vino abajo ya que desde que pusieron la fecha de la recuperación Rachel sabía que le saldría fatal.
Cuando hubo terminado su examen de lengua notó que todavía tenía el estómago ligeramente revuelto por lo que en lugar de irse a casa a comer decidió ir a la piscina a nadar un poco antes de volver y reñir con su madre por no tener apetito alguno, algo que ella rebatiría alegando que estaba teniendo principios de anorexia o bulimia y Rachel para que se callara acabaría comiendo y sintiéndose peor; Además también lo hizo para no encontrarse a la salida con Joshua y enfadarse con él por el mismo motivo. No estaba de humor para discusiones.
De camino a la piscina no vio a nadie, ni conocido ni desconocido. Le resultó extraño ya que a esas horas iban la mayoría de sus compañeros del club. Solían decir que sentaba muy bien hacer deporte antes de comer: te abría el apetito mucho más — o te lo habría, a secas —, por lo que la comida entraba mucho mejor.
A medida que fue acercándose un escalofrío le recorrió la columna vertebral erizándole el vello. Un mal presagio se apoderó de su mente y eso la inquietó, pero a pesar de ello continuó andando, entrando finalmente en el pabellón.
El agua estaba fría, más bien congelada. Cada parte de su ser se petrificó durante un instante al meterse en la piscina, pero esa sensación desapareció cuando hizo los primeros cien metros en la piscina de veinticinco que se encontraba a diez minutos de su instituto.
La natación le sentaba de maravilla, conseguía evadir todos y cada uno de sus problemas cuando estaba en el agua. Se sentía como una sirena buscando su tesoro mientras nadaba. Era una sensación inigualable y única, diferente en todas sus formas conocidas y todavía por descubrir. Era completamente libre. Nada se interponía entre ella y el agua. Agradable… esa es la definición que le daría: agradable y emocionante.
Rachel iba por los ochocientos metros cuando, de repente, algo la alteró. Miró a un lado de la piscina y al otro. El corazón parecía que iba a salírsele del pecho debido al susto que se llevó. Le pareció haber visto a un chico debajo del agua, en el fondo, tumbado e inmóvil, como si estuviera encima del césped de un jardín.
Respiró profundamente y se sumergió de nuevo para asegurarse de que no había tenido una impresión equivocada. Nada. Volvió a mirar a ambos lados y siguió sin visualizar al muchacho que hacía tan solo unos segundos le había parecido ver. Sacó la cabeza lentamente de aquel líquido transparente lleno de cloro, se apartó los cabellos castaños cobrizo que tenía en medio de la cara, los cuales se habían salido del gorro del látex, cerró los ojos y suspiró, de algún modo aliviada. Solo había sido imaginación suya, se dijo, y dio media vuelta para continuar con su entrenamiento, pero al abrirlos otra vez algo o alguien le sobresaltó de tal manera que pegó un grito devastador — casi se asustó ella misma con su propio aullido —. El chico que le pareció ver debajo del agua mientras nadaba se encontraba ahí, justo enfrente de ella, con la mirada ausente, perdida en ninguna parte. Sus cabellos rubios, mojados — al igual que el resto de su cuerpo —, le caían ligeramente por encima de la frente con la piel de un pálido inimaginable. Daba la impresión de que hubiera estado a punto de coger hipotermia.
Rachel se encontraba en tal estado de shock que no era capaz a decir ni hacer nada. No podía gritar, no podía huir. El pánico se apoderó de ella, la había dejado inmovilizada, sin saber cómo reaccionar ante semejante situación. El hombre misterioso bajó rápidamente la mirada y ella pegó un bote en el sitio. El labio inferior comenzó a temblarle desmesuradamente debido al terror que la embriagaba y a la impotencia que se había apoderado de su ser. Los ojos de Rachel se quedaron clavados en los del chico… de un verde-azulado intenso: encantador, hechizante… Te incitaban a entrar en ellos y a perderte en sus múltiples infinidades. Eran tan parecidos a los de su sueño… pero con una diferencia: estos no atemorizaban, enamoraban…
… Súbitamente sus músculos, antes tensos, se relajaron y un profundo y tranquilizador sueño se apoderó de ella de tal forma que se quedó dormida al instante — creía que nunca volvería a dormir de esa manera, — al mismo tiempo sus ojos se cerraron lenta e involuntariamente, como su una mano invisible le bajara los párpados induciéndola en el más profundo y placentero de los sueños.
La mirada del chico seguía fija en las esferas marrones de la muchacha haciendo que los ojos verde-azulados se quedaran impresos en ellos…
— ¿Rachel? ¡Rachel! — La llamaban.
Las voces las notaba lejanas a ella, casi fuera del alcance de sus oídos, y distorsionadas, como si estuvieran en un sitio con eco, aunque en realidad las personas que pronunciaban su nombre con histeria se encontraban a escasos centímetros de su cuerpo. Esas voces, cada vez más cercanas, con distintas tonalidades, se fueron haciendo más y más sonoras, comenzaba a distinguir con cierta dificultad de quien era cual.
— ¿Qué…? — Consiguió decir débilmente, abriendo poco a poco los ojos, aturdida.
Por un instante lo único que fue capaz a visualizar fueron aquellos ojos verde-azulados que la tenían confusa, aquellos ojos verde-azulados con los que se había quedado inconsciente, que se habían impregnado en sus pupilas como si ellas fueran papel y aquellos ojos un dibujo con de base de pegamento… Sin embargo, poco a poco se fue desvaneciendo dando paso a las imágenes de la gente que se situaba a su alrededor, las cuales eran borrosas, como su estuviera bajo el agua y al mirar hacia arriba viera una serie de rostros distorsionados por las hondas que producía el agua.
La respiración de la chica estaba alterada. Tenía miedo, no sabía que estaba pasando y eso la asustaba, lo que la convertía en una pobre chiquilla indefensa sola ante un mundo desconocido.
Tardó algún tiempo en ser capaz a ver las caras que la rodeaban correctamente y distinguir quienes eran… Joshua, su madre, el entrenador y su mejor amiga, Abigail. Todos y cada uno de ellos tenían la preocupación graba en sus rostros.
<< ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado? >>, se preguntaba. Lo último que recordaba era haberse dormido con la imagen de aquellos hermosos ojos verde-azulados, los que la atormentaban cada noche. Imprevistamente salió de su boca la poca agua con cloro que quedaba en sus pulmones, haciendo que estos se llenaran al 100% de aire. Las lágrimas surcaron sus pómulos. Llevaba un buen rato intentando respirar con normalidad pero solo entraba una mínima ráfaga de aire, algo que hizo que los nervios atacaran sin piedad.
— ¡Está bien! — Gritó Joshua. La chica pudo denotar cierto deje de alivio en su voz.
— Que… ¿qué me ha pasado? — Logró decir finalmente con un hilo de voz ronco, aún consternada.
— Te encontramos tirada en el suelo. Desmayada.
¿En el suelo? ¿La habían encontrado en el suelo? Imposible. Se había sumido en aquel profundo sueño DENTRO del agua, no FUERA. No comprendía cómo había podido pasar, cada cosa era todavía más rara que la anterior, si cabe. ¿Qué le estaba pasando?
De repente, en forma de flashback, vio la imagen del chico saliendo de la piscina con sus ropas caídas y mojadas, con los ojos perdidos en la nada, llevándola en brazos, a ella, a Rachel. Estuvo observándola durante breves instantes nada más salir. Parecía que en el proceso de esa mirada el muchacho fuera feliz, como si hubiera estado esperando ese día una eternidad, y en el momento de posarla en el suelo apartó los pelos mojados de cara de Rachel, besándola suavemente, segundos más tarde, en los labios, lo que hizo que el aire que durante unos instantes había sido inexistente se volviera más real que nunca.
Simultáneamente otra visión precedió a la anterior: el mismo chico, todavía empapado, en el vestuario de las chicas metiendo algo que parecía ser una piedra en la mochila de Rachel.
Convulsionada por aquellas escenas, el torso de la muchacha se fue hacia delante con bastante fuerza, lo que provocó que expulsara una enorme bocanada de aire. Su respiración era entrecortada, como si hiperventilara. Estaba anonadada. Si antes no entendía nada de lo que estaba pasando ahora mucho menos, y la misma pregunta deambulaba sin cesar por los pasillos más recónditos de su mente: << ¿Qué estaba pasando? >>.
— ¿Estás bien? — Preguntó Isabella, agarrando con sus suaves manos la cabeza de Rachel a la vez que movía sus marrones ojos con histeria.
Rachel tardó unos segundos en asimilar lo que estaba pasando. Cerró los ojos y esperó a relajarse para responder.
— Si, si. No os preocupéis, estoy bien — mintió, aún con los ojos cerrados, llevándose las manos a la cara.
— Vamos, levántate. Necesitas descansar — dijo Abigail ayudándola a levantarse. Rachel no negó su ayuda ya que estaba en tal estado de shock que hasta le costaba pensar con total claridad. Se tambaleó ligeramente, pero en seguida encontró el equilibrio que necesitaba apoyándose en su amiga.
Abigail: una chica de dieciocho años al igual que Rachel, con el pelo de un castaño claro, casi rubio, largo hasta poco más de los hombros. Sus ojos eran negros cual noche oscura en la que merodean los animales que durante el día se esconden. Tenía una figura delgada, tanto, que parecía que sufría de anorexia a pesar de que no paraba de comer en todo el día.
Estas dos chicas se conocían desde los diez años, desde el primer día en el que Rachel apareció tras las puertas del vestuario de la piscina. Lo primero que le llamó la atención de Abigail fue el buen humor y la alegría que desbordaba por cada uno de sus poros en todo momento, y la forma en la que era capaz a decirte la cosas a la cara sin miramientos, sin modificar los hechos lo más mínimo.
— ¿Quieres que te ayudemos? — Preguntó el entrenador con una media sonrisa forzada al mismo tiempo que la sujetaba por los hombros.
Mark, así se llamaba el entrenador. Era un hombre ancho y fuerte, más o menos como el típico jugador de rugby. De pelo castaño oscuro y de ojos del mismo color. Era una persona sencilla y amigable, aunque cuando quería podía llegar a ser muy cabezota y en ocasiones controlador.
Mark fue un amigo muy cercano a los padres de Rachel desde que se conocieron en el tercer año de instituto. A partir de entonces fueron inseparables, como uña y carne, siempre dispuestos a ayudarse los unos a los otros en los momentos difíciles, y esta relación se afianzó aún más — si es posible — cuando Mark comenzó a ser el entrenador de la hija de Tom e Isabella, de la cual también fue profesor de Educación Física. En este campo era menos exigente que en los entrenamientos de natación, a pesar de ser una asignatura del instituto que podía subirle o bajarle la nota media.
— No, gracias — arrugó el entrecejo —. Puedo ir sola. Necesito estar sola — concluyó asintiendo lentamente y abriendo los ojos que durante un buen rato estuvieron cerrados. Cuando consideró que podía andar sin ayuda alguna apartó las manos que tenía apoyadas en los hombros de su amiga iniciando el camino hacia los vestuarios, dejando atrás a las personas que estaban preocupadas por ella boquiabiertas, puede que incluso más impresionadas que la propia Rachel, con lo ocurrido en ese sitio en el que dominaban el blanco y el azul.
A medida que andaba iba más inmersa en sus ensoñaciones, con la mirada perdida en la nada. No podía dejar de pensar en el chico de los hermosos ojos verde-azulados, la había dejado impactada, incapaz de centrar sus pensamientos en cualquier otra cosa que no fueran esos ojos verde-azulados… olvidando por completo la piedra que se encontraba en su mochila.
Al salir a la calle el aire le dio en plena cara, abanicando sus cabellos castaños. El frio en su rostro logró despertarla de tal forma que creyó que alguien por arte de magia había cambiado el aire por uno más limpio… nuevo. Era una sensación agradable, sin punto de comparación. Única, especial. Simple pero compleja al mismo tiempo. Distinta desde todos sus puntos de mira.
— ¿Le ha pasado más de una vez? — Oyó cerca de donde estaba. Sin lugar a dudas era la voz de Mark que estaba entablando una conversación con alguien a pocos metros de la entrada principal. Rachel se apoyó en la pared que los separaba para que no la vieran y así escuchar mejor.
— No que yo sepa — se paró un instante —. Bueno… esta mañana se encontraba mal —. Isabella, ella era la otra persona de la conversación. No se esperaba que fuera ella por lo que le intrigó aún más las palabras que intercambiaban el uno con el otro. — ¿Acaso es algo malo? — Su voz se convirtió en un débil susurro entre asustada e impresionada.
— No… en un principio…
¿Estaban hablando de ella? Por la preocupación y l angustia que Isabella no se molestaba en ocultar parecía ser que así era. Además, ¿quién más de la familia se había encontrado mal esa mañana salvo ella? Pero, ¿por qué? ¿Por qué era eso tan relevante? ¿Por qué estaban hablando de ella en un tono tan misterioso e inquietante?
— ¿No insinuarás que…? Mark, no… no puede ser… ¡aún es muy joven! — Su delicada y dulce voz se convirtió en una voz similar a la de una estrepitosa gallina. Las palabras que salían de su boca ya no eran armoniosas, sino irritantes.
¿Demasiado joven para qué? ¿Le estaban ocultando algo? ¿El qué? ¿Por qué? ¿Con qué fines? ¿Debía preocuparse? ¿Debía tener miedo? ¿Debería estar contenta? ¿Triste? Fueron tantas las preguntas que la invadieron que no pudo sostenerse mi un solo minutos más en pie, por lo que cayó de culo al suelo, amortiguando la caída con la mochila situada justo entre la pared y sus piernas, provocando el ruido suficiente para que Mark e Isabella lo oyeran, pero estaban tan enfrascados en su conversación que ni se inmutaron.
— Puede que lo haya descubierto y también a que persona se refiere. Es una opción. — Supuso Mark con un tono de misterio impropio en él.
— ¿Qué? ¡Eso es imposible! — Estalló Isabella diez decibelios más altos de lo normal. — ¿Me estás tomando el pelo? Sabes que es muy joven para que eso suceda. ¡Lo sabes, Mark! No, no… Debe de haber sido una mera coincidencia, una simple coincidencia sin importancia…
— Isabella, entra en razón, ¡no podemos obviar algo así! ¿Y si resulta que no es una “simple coincidencia”? Y si realmente… ¿y si realmente ha comenzado? — Ambos permanecieron unos segundos en silencio que para Rachel parecieron años.
¿De qué estaban hablando? No lograba entender nada. Nada tenía sentido… Se llevó las manos a la cabeza desesperada. Empezaba a angustiarse. El no saber de que estaban hablando, teniendo en cuenta de que se trataba de ella, la ponía enferma. Un nudo se le formó en el estómago y por un instante estuvo a punto de dejarse llevar por la ansiedad, pero consiguió evadirla temporalmente. Tenía, necesitaba saber cómo terminaba esta historia, por muy temible que pudiera llegar a ser el final.
— Hasta que no lo averigüemos lo mejor será que no comentemos esto con nadie. Tener que estar completamente seguros de que nuestra teoría es cierta.
— Bien…
— Ni si quiera se lo podemos decir a Rachel — puntualizó Mark con un tono autoritario —. Prométemelo. ¡Prométemelo! — Insistió al ver que esta no respondía.
Ella se lo pensó un rato hasta que finalmente se resignó y contestó — no muy convencida de ello —:
— Vale, vale. No se lo diré a nadie… y tampoco a Rachel. — La tristeza invadió esas cuatro últimas palabras pronunciadas por una Isabella abatida.
La chica continuaba conmocionada. ¿No sería mejor preguntarla a ella eso que ambos personajes suponían que pasaba para asegurarse? ¿No sería el camino fácil? Ah, claro, ellos no querían que ella se enterase de lo que ocurría. Eso hizo despertar al monstruo que habitaba en su interior que desató el odio contenido que hacía tiempo que se moría por salir.
— Bien — Mark parecía más calmado —, será mejor que entremos. Rachel te estará esperando.