lunes, 23 de agosto de 2010

Capítulo 2: Rachel

Q
UERIDO diario:      (15 de Junio. 6.30 horas)
Algo horrible va a pasar hoy.
No sé porque escribí eso. No tengo ningún motivo para estar triste y muchos para encontrarme feliz… pero son las 6.32 de la mañana y no puedo dormir. No paro de dar vueltas en la cama. Es como si tuviera a alguien al lado observándome con una mirada helada, como si estuviera esperando a que hiciera o pasara algo… Además, únicamente sueño con unos ojos. Todas las noches una mirada hermosa y a la vez aterradora se encuentra dentro de mi cabeza y lo peor de esto es que no puedo o no sé — puede que ambas cosas — como sacarla, eliminarla y pensar en otra cosa.
   Puede que me esté volviendo loca o tal vez los locos son el resto por no soñar lo que sueño yo, o al menos algo semejante.
   No se lo digas a nadie pero… tengo muchísimo miedo. Una vocecilla dentro de mí me dice que pronto algo va a cambiar…
   No puedo seguir así, ¿debería contarle a alguien lo de mis sueños — o más bien pesadillas — y los temores y las sensaciones que me producen? Lo mejor será que piense en ellos más a fondo cuando me levante o cuando me encuentre con ánimos para hacerlo. Debo estar despejada para el día que me espera.

Rachel dejó de escribir, posó su diario de terciopelo violeta en la mesita y volvió a poner las sábanas sobre su cuerpo en un intento de volver a conciliar el sueño.
   La chica tenía unos dieciocho años de edad. Alta, delgada y con espalda ancha gracias a la natación. Tenía un cuerpo de envidiar, aunque si no fuera por el deporte que practica ni mucho menos mantendría semejante silueta ya que su vicio por el dulce, sobretodo el chocolate, la llevaba a la perdición; Sus labios eran tan carnosos como un bizcocho recién hecho, al igual de dulces. Su piel, exquisita y suave, se asemejaba a un río al amanecer. El viento hondeaba unos cabellos castaño cobrizo haciendo que los rizos se estiraran y menguaran a su compás; y sus ojos eran castaños cual avellana, deseados por cada una de las ardillas existentes sobre la faz de la Tierra.
   Inteligente, guapa, atlética… a simple vista parecía tenerlo todo: una familia que la quería, amigos, medios para hacer lo que quisiera… menos las notas que se esperaba de ella, y es que siempre encontraba mejor cosas que el estudio, como un libro interesante que el de historia o algún grupo de música nuevo con el que se pasaba media tarde tirada en la cama escuchándolo. Y para colmo esa concentración había disminuido en las últimas semanas. No podía dejar de pensar en aquellos ojos tan siniestros que la acompañaban noche si y noche también. Ocupaba tal cantidad de pensamientos que no tenía hueco en su cabeza para las asignaturas que cursaba, y lo peor es que en el fondo sabía que como siguiera así no sacaría nada en ese año.
   Al día siguiente, después de su último inquietante sueño, el Sol cubría la casa, reflejándose a través de la ventana en el espejo de su cuarto.
   Aún seguía atemorizada por ese sueño que desde hacía dos meses la acechaba y que cada vez aparecía con más frecuencia. Al principio veía esa mirada en intervalos de dos semanas, pero a medida que pasaba el tiempo iba aumentando el número de día que se aparecía, así, hasta atormentarla todas y cada una de las noches. Y lo peor no era eso, sino que por su culpa se encontraba agotada, ya que la sensación de que algo o alguien la miraba le impedía dormir.
   Se levantó de la cama con los ojos lagañosos y cansados, no tenía ganas ni fuerzas para levantarse, pero a pesar de ello hizo un gran esfuerzo y se sentó frotándose los ojos con fuerza para despejarse, y acto seguido se vistió con lo primero que pilló — su buen humor no era algo que destacara esa mañana —. Terminada su corta sesión de vestuario bajó a desayunar, cruzándose por el pasillo con su padre Tom que le regaló una de sus enormes sonrisas mañaneras que por lo general solían animarla, pero esta vez no surtió el mismo efecto.
   Tom era un padre ejemplar, de los pocos que quedan. Bueno y cariñoso, aunque un poco pesado, la verdad, pero le compensaba. Su pelo era negro como la noche más oscura, azabache, al igual que la barba de tres días tan característica en él; y sus ojos de un azul claro intenso, semejantes al mar al mediodía despejado, sin el menor movimiento unido por una fina cuerda al cielo vacío del mismo tono. Unos ojos que Rachel siempre envidió. Era un hombre de un treinta y ocho años de rostro amable que quería a su familia por encima de cualquier cosa y que hacía lo que estaba en su mano para sacarla a delante.
   — Hola, cariño — la saludó Isabella, su madre, con una enorme sonrisa desde la encimera de la cocina cuando Rachel apareció por la puerta. Estaba preparando huevos con bacon para el desayuno.
   La piel de Isabella era suave y blanca, y sus facciones eran como las de una adolescente de dieciséis años, cosa que para alguien de su edad — treinta y tantos — está bien agradecido; Sus ojos marrones eran semejantes a la avellana, exactamente iguales a los de su hija, como su pelo Cataño. Su estatura no era muy elevada que digamos, pero tenía una figura esbelta que le hacía parecer que no era así.
   La madre tuvo a su hija muy joven, aunque a pesar de eso la suerte estaba de su lado, ya que fue a toparse con un hombre que la amaba con locura, lo suficiente para hacerse responsable de una pequeña niña recién nacida y ejercer el papel de padre.
   << Puede que últimamente estén un poco distantes, pero todavía se quieren >>, pensaba la muchacha cada vez que sus padres discutían o simplemente no se hablaban, en un intento de sentirse mejor consigo misma y hacerse creer que seguían siendo felices y que jamás se separarían. Pero esa felicidad hacía tiempo que se había esfumado: Isabella pasaba mucho tiempo fuera de casa y Tom cada día llegaba más tarde de trabajar. Podríais llegar a imaginar que tenían algún amante o algo por el estilo. Puede, no soy quien para negarlo, y si era así lo ocultaban de maravilla o simplemente se hacían los locos. La única que llegaba a plantearse mínimamente este tema era Rachel, por ese motivo los últimos meses estuvo enfada y distante con ellos, con ambos por igual. Estaba harta de la continuas peleas y de que la metieran a ella en medio de sus disputas la ponía enferma. ¿No eran ya lo suficientemente mayores para solucionar sus diferencias solitos?
   Con este pensamiento en la cabeza, la muchacha se sentó en la mesa de la cocina, dejando caer su cuerpo como un saco de patatas sobre la silla, esperando a que su madre le acercara el desayuno, pero nada más hacerlo el olor a huevos y bacon le causó náuseas, produciéndole ganas de vomitar. Cerró los ojos con fuerza contando hasta diez para luego abrirlos lentamente y decir, vocalizando lo mínimo para evitar que el vómito que se había alojado en su garganta saliera despavorido:
   — No… no voy… no voy a comer… No tengo… hambre…
   — Tienes que hacerlo — replicó Isabella, que no se había percatado de la pálida y enferma cara de su hija, ya que había vuelto a la encimera para seguir cocinando, dándole la espalda —. Debes reponer energías para…
   No había acabado la frase cuando Rachel vomitó. Isabella dio un respingo cuando el vomito salió de la boca de Rachel cayendo al suelo blanco de la cocina y sorprendida se giró.
   Nada más darse cuenta de lo que pasaba dejó lo que estaba haciendo y fue a socorrerla lo más rápido que pudo. Se podía denotar la preocupación en el semblante de la madre y lo desprevenida que la había pillado, porque tardó unos segundos en asimilar lo ocurrido y preguntar:
   — Cariño, ¿estás bien? — Le limpió la boca con una servilleta que había encima de la mesa.
   El sabor de su boca le asqueaba y se negaba a desaparecer, algo que Rachel deseaba con todas sus fuerzas, porque le daba ganas de vomitar de nuevo.
   No entendía como había podido echar algo del estómago cuando lo tenía prácticamente vacío.
   Sujetó el borde de la mesa con una fuerza descomunal cerrando a su vez los ojos con la misma intensidad, e inspirando hondo, tratando de olvidar, más bien de ignorar, el olor y el sabor de la mitad de sus entrañas. Cosa que resultaba bastante difícil cuando era eso lo que la rodeaba.
   Haciendo acopio de sus reservas de energía se levantó con cuidado de la silla de madera blanca para no volverse a caer, pero no pudo evitar tambalearse un poco. Comenzó a ver pequeñas y relucientes lucecitas que no paraban de moverse alrededor del semblante de su madre que la miraba más que preocupada histérica, que ayudaba a su hija a no desvanecerse contra el frío suelo de mármol blanco.
   — Si… — Mintió cuando se encontró ligeramente mejor.
   — Será mejor que hoy no vayas a clase — sugirió, apartándola el pelo castaño de la cara.
   — Voy a ir, mamá. Solo… solo ha sido un poco de vómito… El olor a comida me ha dado náuseas, ya está. No me ha pasado nada. — Miró de refilón el reloj de la cocina — ¡Es muy tarde… — Gritó, recuperándose por completo, de repente —… no voy a llegar a tiempo!
   Cogió la mochila y un caramelo de menta de un cuenco que había en el mueble de la entrada, para ver si de ese modo se le iba el mal olor de boca.
   — ¡Pero…! — Intentó replicar la madre.
   — ¡Hasta luego! — Se despidió cortándola a media frase, cerrando la puerta de la entrada de un portazo.
   Rachel no podía perderse ese día de clase por nada del mundo: tenía dos exámenes finales, más bien dos recuperaciones de las asignaturas enteras, es decir, de todo el libro, y de ello dependía pasar un buen verano o no. No podía verse encerrada en su cuarto estudiando con el sol abrasador entrando por la ventana de su habitación y el resto de la población divirtiéndose. No, no volvería a pasar.
   Al salir de la casa la chica pudo observar que el sol bañaba con sus rayos las calles, y junto con las flores hacían que el cuadro que Rachel tenía ante sus ojos se hiciera más hermoso.
   El calor chocaba contra su piel, algo que le molestaba bastante ya que odiaba ponerse morena. Su piel ya lo era de por sí — cosa que detestaba — por ese motivo lo evitaba a todo costa; Tal era el calor que la muchacha se alegró de haberse puesto un vestido azul cielo con francesitas marrones, porque amortiguó bastante los sofocos durante el camino.
   Al llegar al instituto estaba agotada debido al esfuerzo requerido para no llegar tarde. Había ido corriendo desde su casa hasta el edificio en que se encontraba — su instituto —. Ya se había levantado tarde y el percance del desayuno le hizo perder mucho más tiempo del necesario, aunque tuvo suerte: el timbre no había sonado aún y según su reloj de muñeca todavía le quedaban cinco minutos hasta la primera clase.
   Al traspasar la puerta principal una mínima ráfaga de aire enfrió su caliente piel debido al tiempo que hacía fuera. Fue una sensación agradable que la relajó de una forma inimaginable, y el cabreo que la embriagaba mientras corría desapareció por completo.
   Mientras se dirigía a su taquilla, situada al fondo del pasillo principal se preguntó dónde estaría Joshua. Le extrañaba que no la hubiera esperado fuera como todas las mañanas. Siempre estaba en la entrada a pesar de que, como ese día, llegara tarde.
   De repente, unas manos granes y firmes la agarraron los hombros asustándola y haciéndola rebotar en el sitio.
   — ¡Joshua! — Gritó entre alterada y emocionada.
   Joshua era el típico musculitos que se creía mejor que nadie, que todo el mundo estaba por debajo de su nivel. Sin embargo, tenía algo que a Rachel le atraía… Cuando estaba a su lado no se sentía sola, estaba protegida. Notaba las mariposas revoloteando por su estómago cada vez que lo tenía cerca o simplemente pensaba en él… Se sentía única, porque había conseguido escalar la montaña hacia su corazón, había logrado conquistar lo que muchas chicas intentaron conseguir y no lograron alcanzar… su amor.
   Los ojos de Joshua eran de un color verde pistacho penetrante que cuando te sumergías en ellos daba la sensación de estar caminando por un frondoso y espectacular bosque en un día soleado; y su pelo liso y castaño era semejante a la seda al igual que su piel suave y tersa. El pecho de su novio, fuerte y musculoso, conseguía enloquecerla y le transmitía un abrigo de protección y seguridad que hacía que pareciera que nada malo podía ocurrirle mientras estuviera a su lado; Pero lo que más le gustaba de éste era su voz… su voz era un sinfín de melodiosas notas colocadas en un orden estratégico para formar una hermosa canción; Y sus manos no tenían ni punto de comparación a las del resto de personas: la forma en la que la tocaba, como le cogía la cara antes de besarla, la sensación de calidez que le producía cada vez que la abrazaba y rozaba su espalda…
   — Siempre apareces cuando te busco, sin excepción, aunque solo lo piense, ¿cómo lo haces? — Continuó Rachel después del grito, abrazada al cuello de su novio, mordiéndose el labio inferior, evitando resaltar de ese modo la sonrisa estúpida que se moría por salir.
   — Será que tengo el don de la oportunidad — respondió con tono y mirada misteriosa, encarnando una ceja — ¿Me has echado de menos? — Preguntó después de una breve pausa en la que ambos se miraron fijamente a los ojos, meloso y con una media sonrisa torcida mientras se disponía a besarla, terminada dicha pausa, pero en medio del trayecto se paró — ¿Qué es ese olor? — Se preguntó en un susurro bastante audible, con cara de asco.
   Rachel apretó los labios con fuerza — << Tierra, trágame >>, pensó — y se apartó ligeramente de Joshua un tanto avergonzada ¿Tanto se notaba que su aliento apestaba?
   << El caramelo no ha hecho NADA >>, pensó furiosa, poniéndole especial énfasis a la última palabra.
   La chica tardó unos segundos en decidir si contárselo o no, y decidió que prefería que supiera la verdad antes de que pensara que era una marrana que no se lavaba los dientes. Cuando terminó de relatarle la historia Joshua se quedó pensativo y después de un rato sacó una barrita energética de la mochila.
   — Toma — dijo ofreciéndosela con el semblante serio.
   Ella estuvo un rato sin saber que decir. Se esperaba cualquier otra cosa, como una risa, un gesto de asqueo sarcástico… pero no eso. Miró a Joshua con una ceja encarnada, sin comprender a que venía lo de la barrita.
   — ¿Te crees que te voy a dejar sin desayunar? Toma — insistió.
   Ambas cejas de Rachel se levantaron en señal de que por fin lo había entendido. Poco después lo miró indignada. Era como si le hablase su padre.
   Joshua al ver su reacción cogió la mano de Rachel y posó en ella la barrita. Odiaba que la tratara como a una niña pequeña. Sabía perfectamente porque no había comido nada antes de ir a clase y le fastidiaba que él no fuera capaz a entenderlo.
   — Cómela — replicó señalando la barrita de muesly con el dedo índice al mismo tiempo que la campana que indicaba el inicio de las clases sonaba —. Me tengo que ir a clase, y tú deberías hacer lo mismo, — puntualizó sonriendo — nos vemos luego, ¿vale? — Se despidió dándole un suave y corto beso en la frente, acariciándole la cabellera, gesto que le hizo perder la noción del tiempo a Rachel por un instante. Finalizado ese beso se alejó a paso rápido desapareciendo entre la multitud, dejando a la estupefacta chica inmóvil en medio del pasillo.
   Una vez perdidos de vista por completo miró la barrita enfada, la tiró a la basura más cercana y se fue corriendo a clase de matemáticas. Aborrecía esa asignatura y a día de hoy sigue preguntándose porque la cogió. No comprendía para que las necesitaba si no se iba a dedicar a nada que tuviera que ver con ellas. A parte de eso el día no fue tan malo: los profesores de historia e inglés no fueron a clase por lo que tuvo esas dos horas libres para repasar el examen de lengua que tenía a última hora. Le salió bastante bien. Hasta ella misma se sorprendió de ello, pero otra cosa fue el de las dichosas matemáticas… Dejó medio examen en blanco y lo que hizo estaba segura de que lo tendría mal. Sin embargo, no se vino abajo ya que desde que pusieron la fecha de la recuperación Rachel sabía que le saldría fatal.
   Cuando hubo terminado su examen de lengua notó que todavía tenía el estómago ligeramente revuelto por lo que en lugar de irse a casa a comer decidió ir a la piscina a nadar un poco antes de volver y reñir con su madre por no tener apetito alguno, algo que ella rebatiría alegando que estaba teniendo principios de anorexia o bulimia y Rachel para que se callara acabaría comiendo y sintiéndose peor; Además también lo hizo para no encontrarse a la salida con Joshua y enfadarse con él por el mismo motivo. No estaba de humor para discusiones.
   De camino a la piscina no vio a nadie, ni conocido ni desconocido. Le resultó extraño ya que a esas horas iban la mayoría de sus compañeros del club. Solían decir que sentaba muy bien hacer deporte antes de comer: te abría el apetito mucho más — o te lo habría, a secas —, por lo que la comida entraba mucho mejor.
   A medida que fue acercándose un escalofrío le recorrió la columna vertebral erizándole el vello. Un mal presagio se apoderó de su mente y eso la inquietó, pero a pesar de ello continuó andando, entrando finalmente en el pabellón.
   El agua estaba fría, más bien congelada. Cada parte de su ser se petrificó durante un instante al meterse en la piscina, pero esa sensación desapareció cuando hizo los primeros cien metros en la piscina de veinticinco que se encontraba a diez minutos de su instituto.
   La natación le sentaba de maravilla, conseguía evadir todos y cada uno de sus problemas cuando estaba en el agua. Se sentía como una sirena buscando su tesoro mientras nadaba. Era una sensación inigualable y única, diferente en todas sus formas conocidas y todavía por descubrir. Era completamente libre. Nada se interponía entre ella y el agua. Agradable… esa es la definición que le daría: agradable y emocionante.
   Rachel iba por los ochocientos metros cuando, de repente, algo la alteró. Miró a un lado de la piscina y al otro. El corazón parecía que iba a salírsele del pecho debido al susto que se llevó. Le pareció haber visto a un chico debajo del agua, en el fondo, tumbado e inmóvil, como si estuviera encima del césped de un jardín.
   Respiró profundamente y se sumergió de nuevo para asegurarse de que no había tenido una impresión equivocada. Nada. Volvió a mirar a ambos lados y siguió sin visualizar al muchacho que hacía tan solo unos segundos le había parecido ver. Sacó la cabeza lentamente de aquel líquido transparente lleno de cloro, se apartó los cabellos castaños cobrizo que tenía en medio de la cara, los cuales se habían salido del gorro del látex, cerró los ojos y suspiró, de algún modo aliviada. Solo había sido imaginación suya, se dijo, y dio media vuelta para continuar con su entrenamiento, pero al abrirlos otra vez algo o alguien le sobresaltó de tal manera que pegó un grito devastador — casi se asustó ella misma con su propio aullido —. El chico que le pareció ver debajo del agua mientras nadaba se encontraba ahí, justo enfrente de ella, con la mirada ausente, perdida en ninguna parte. Sus cabellos rubios, mojados — al igual que el resto de su cuerpo —, le caían ligeramente por encima de la frente con la piel de un pálido inimaginable. Daba la impresión de que hubiera estado a punto de coger hipotermia.
   Rachel se encontraba en tal estado de shock que no era capaz a decir ni hacer nada. No podía gritar, no podía huir. El pánico se apoderó de ella, la había dejado inmovilizada, sin saber cómo reaccionar ante semejante situación. El hombre misterioso bajó rápidamente la mirada y ella pegó un bote en el sitio. El labio inferior comenzó a temblarle desmesuradamente debido al terror que la embriagaba y a la impotencia que se había apoderado de su ser. Los ojos de Rachel se quedaron clavados en los del chico… de un verde-azulado intenso: encantador, hechizante… Te incitaban a entrar en ellos y a perderte en sus múltiples infinidades. Eran tan parecidos a los de su sueño… pero con una diferencia: estos no atemorizaban, enamoraban…
   … Súbitamente sus músculos, antes tensos, se relajaron y un profundo y tranquilizador sueño se apoderó de ella de tal forma que se quedó dormida al instante — creía que nunca volvería a dormir de esa manera, — al mismo tiempo sus ojos se cerraron lenta e involuntariamente, como su una mano invisible le bajara los párpados induciéndola en el más profundo y placentero de los sueños.
   La mirada del chico seguía fija en las esferas marrones de la muchacha haciendo que los ojos verde-azulados se quedaran impresos en ellos…

— ¿Rachel? ¡Rachel! — La llamaban.
   Las voces las notaba lejanas a ella, casi fuera del alcance de sus oídos, y distorsionadas, como si estuvieran en un sitio con eco, aunque en realidad las personas que pronunciaban su nombre con histeria se encontraban a escasos centímetros de su cuerpo. Esas voces, cada vez más cercanas, con distintas tonalidades, se fueron haciendo más y más sonoras, comenzaba a distinguir con cierta dificultad de quien era cual.
   — ¿Qué…? — Consiguió decir débilmente, abriendo poco a poco los ojos, aturdida.
   Por un instante lo único que fue capaz a visualizar fueron aquellos ojos verde-azulados que la tenían confusa, aquellos ojos verde-azulados con los que se había quedado inconsciente, que se habían impregnado en sus pupilas como si ellas fueran papel y aquellos ojos un dibujo con de base de pegamento… Sin embargo, poco a poco se fue desvaneciendo dando paso a las imágenes de la gente que se situaba a su alrededor, las cuales eran borrosas, como su estuviera bajo el agua y al mirar hacia arriba viera una serie de rostros distorsionados por las hondas que producía el agua.
   La respiración de la chica estaba alterada. Tenía miedo, no sabía que estaba pasando y eso la asustaba, lo que la convertía en una pobre chiquilla indefensa sola ante un mundo desconocido.
   Tardó algún tiempo en ser capaz a ver las caras que la rodeaban correctamente y distinguir quienes eran… Joshua, su madre, el entrenador y su mejor amiga, Abigail. Todos y cada uno de ellos tenían la preocupación graba en sus rostros.
   << ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado? >>, se preguntaba. Lo último que recordaba era haberse dormido con la imagen de aquellos hermosos ojos verde-azulados, los que la atormentaban cada noche. Imprevistamente salió de su boca la poca agua con cloro que quedaba en sus pulmones, haciendo que estos se llenaran al 100% de aire. Las lágrimas surcaron sus pómulos. Llevaba un buen rato intentando respirar con normalidad pero solo entraba una mínima ráfaga de aire, algo que hizo que los nervios atacaran sin piedad.
   — ¡Está bien! — Gritó Joshua. La chica pudo denotar cierto deje de alivio en su voz.
   — Que… ¿qué me ha pasado? — Logró decir finalmente con un hilo de voz ronco, aún consternada.
   — Te encontramos tirada en el suelo. Desmayada.
   ¿En el suelo? ¿La habían encontrado en el suelo? Imposible. Se había sumido en aquel profundo sueño DENTRO del agua, no FUERA. No comprendía cómo había podido pasar, cada cosa era todavía más rara que la anterior, si cabe. ¿Qué le estaba pasando?
   De repente, en forma de flashback, vio la imagen del chico saliendo de la piscina con sus ropas caídas y mojadas, con los ojos perdidos en la nada, llevándola en brazos, a ella, a Rachel. Estuvo observándola durante breves instantes nada más salir. Parecía que en el proceso de esa mirada el muchacho fuera feliz, como si hubiera estado esperando ese día una eternidad, y en el momento de posarla en el suelo apartó los pelos mojados de cara de Rachel, besándola suavemente, segundos más tarde, en los labios, lo que hizo que el aire que durante unos instantes había sido inexistente se volviera más real que nunca.
   Simultáneamente otra visión precedió a la anterior: el mismo chico, todavía empapado, en el vestuario de las chicas metiendo algo que parecía ser una piedra en la mochila de Rachel.
   Convulsionada por aquellas escenas, el torso de la muchacha se fue hacia delante con bastante fuerza, lo que provocó que expulsara una enorme bocanada de aire. Su respiración era entrecortada, como si hiperventilara. Estaba anonadada. Si antes no entendía nada de lo que estaba pasando ahora mucho menos, y la misma pregunta deambulaba sin cesar por los pasillos más recónditos de su mente: << ¿Qué estaba pasando? >>.
   — ¿Estás bien? — Preguntó Isabella, agarrando con sus suaves manos la cabeza de Rachel a la vez que movía sus marrones ojos con histeria.
   Rachel tardó unos segundos en asimilar lo que estaba pasando. Cerró los ojos y esperó a relajarse para responder.
   — Si, si. No os preocupéis, estoy bien — mintió, aún con los ojos cerrados, llevándose las manos a la cara.
   — Vamos, levántate. Necesitas descansar — dijo Abigail ayudándola a levantarse. Rachel no negó su ayuda ya que estaba en tal estado de shock que hasta le costaba pensar con total claridad. Se tambaleó ligeramente, pero en seguida encontró el equilibrio que necesitaba apoyándose en su amiga.
   Abigail: una chica de dieciocho años al igual que Rachel, con el pelo de un castaño claro, casi rubio, largo hasta poco más de los hombros. Sus ojos eran negros cual noche oscura en la que merodean los animales que durante el día se esconden. Tenía una figura delgada, tanto, que parecía que sufría de anorexia a pesar de que no paraba de comer en todo el día.
   Estas dos chicas se conocían desde los diez años, desde el primer día en el que Rachel apareció tras las puertas del vestuario de la piscina. Lo primero que le llamó la atención de Abigail fue el buen humor y la alegría que desbordaba por cada uno de sus poros en todo momento, y la forma en la que era capaz a decirte la cosas a la cara sin miramientos, sin modificar los hechos lo más mínimo.
   — ¿Quieres que te ayudemos? — Preguntó el entrenador con una media sonrisa forzada al mismo tiempo que la sujetaba por los hombros.
   Mark, así se llamaba el entrenador. Era un hombre ancho y fuerte, más o menos como el típico jugador de rugby. De pelo castaño oscuro y de ojos del mismo color. Era una persona sencilla y amigable, aunque cuando quería podía llegar a ser muy cabezota y en ocasiones controlador.
   Mark fue un amigo muy cercano a los padres de Rachel desde que se conocieron en el tercer año de instituto. A partir de entonces fueron inseparables, como uña y carne, siempre dispuestos a ayudarse los unos a los otros en los momentos difíciles, y esta relación se afianzó aún más — si es posible — cuando Mark comenzó a ser el entrenador de la hija de Tom e Isabella, de la cual también fue profesor de Educación Física. En este campo era menos exigente que en los entrenamientos de natación, a pesar de ser una asignatura del instituto que podía subirle o bajarle la nota media.
   — No, gracias — arrugó el entrecejo —. Puedo ir sola. Necesito estar sola — concluyó asintiendo lentamente y abriendo los ojos que durante un buen rato estuvieron cerrados. Cuando consideró que podía andar sin ayuda alguna apartó las manos que tenía apoyadas en los hombros de su amiga iniciando el camino hacia los vestuarios, dejando atrás a las personas que estaban preocupadas por ella boquiabiertas, puede que incluso más impresionadas que la propia Rachel, con lo ocurrido en ese sitio en el que dominaban el blanco y el azul.
   A medida que andaba iba más inmersa en sus ensoñaciones, con la mirada perdida en la nada. No podía dejar de pensar en el chico de los hermosos ojos verde-azulados, la había dejado impactada, incapaz de centrar sus pensamientos en cualquier otra cosa que no fueran esos ojos verde-azulados… olvidando por completo la piedra que se encontraba en su mochila.
   Al salir a la calle el aire le dio en plena cara, abanicando sus cabellos castaños. El frio en su rostro logró despertarla de tal forma que creyó que alguien por arte de magia había cambiado el aire por uno más limpio… nuevo. Era una sensación agradable, sin punto de comparación. Única, especial. Simple pero compleja al mismo tiempo. Distinta desde todos sus puntos de mira.
   — ¿Le ha pasado más de una vez? — Oyó cerca de donde estaba. Sin lugar a dudas era la voz de Mark que estaba entablando una conversación con alguien a pocos metros de la entrada principal. Rachel se apoyó en la pared que los separaba para que no la vieran y así escuchar mejor.
   — No que yo sepa — se paró un instante —. Bueno… esta mañana se encontraba mal —. Isabella, ella era la otra persona de la conversación. No se esperaba que fuera ella por lo que le intrigó aún más las palabras que intercambiaban el uno con el otro. — ¿Acaso es algo malo? — Su voz se convirtió en un débil susurro entre asustada e impresionada.
   — No… en un principio…
   ¿Estaban hablando de ella? Por la preocupación y l angustia que Isabella no se molestaba en ocultar parecía ser que así era. Además, ¿quién más de la familia se había encontrado mal esa mañana salvo ella? Pero, ¿por qué? ¿Por qué era eso tan relevante? ¿Por qué estaban hablando de ella en un tono tan misterioso e inquietante?
   — ¿No insinuarás que…? Mark, no… no puede ser… ¡aún es muy joven! — Su delicada y dulce voz se convirtió en una voz similar a la de una estrepitosa gallina. Las palabras que salían de su boca ya no eran armoniosas, sino irritantes.
   ¿Demasiado joven para qué? ¿Le estaban ocultando algo? ¿El qué? ¿Por qué? ¿Con qué fines? ¿Debía preocuparse? ¿Debía tener miedo? ¿Debería estar contenta? ¿Triste? Fueron tantas las preguntas que la invadieron que no pudo sostenerse mi un solo minutos más en pie, por lo que cayó de culo al suelo, amortiguando la caída con la mochila situada justo entre la pared y sus piernas, provocando el ruido suficiente para que Mark e Isabella lo oyeran, pero estaban tan enfrascados en su conversación que ni se inmutaron.
   — Puede que lo haya descubierto y también a que persona se refiere. Es una opción. — Supuso Mark con un tono de misterio impropio en él.
   — ¿Qué? ¡Eso es imposible! — Estalló Isabella diez decibelios más altos de lo normal. — ¿Me estás tomando el pelo? Sabes que es muy joven para que eso suceda. ¡Lo sabes, Mark! No, no… Debe de haber sido una mera coincidencia, una simple coincidencia sin importancia…
   — Isabella, entra en razón, ¡no podemos obviar algo así! ¿Y si resulta que no es una “simple coincidencia”? Y si realmente… ¿y si realmente ha comenzado? — Ambos permanecieron unos segundos en silencio que para Rachel parecieron años.
   ¿De qué estaban hablando? No lograba entender nada. Nada tenía sentido… Se llevó las manos a la cabeza desesperada. Empezaba a angustiarse. El no saber de que estaban hablando, teniendo en cuenta de que se trataba de ella, la ponía enferma. Un nudo se le formó en el estómago y por un instante estuvo a punto de dejarse llevar por la ansiedad, pero consiguió evadirla temporalmente. Tenía, necesitaba saber cómo terminaba esta historia, por muy temible que pudiera llegar a ser el final.
   — Hasta que no lo averigüemos lo mejor será que no comentemos esto con nadie. Tener que estar completamente seguros de que nuestra teoría es cierta.
   — Bien…
   — Ni si quiera se lo podemos decir a Rachel — puntualizó Mark con un tono autoritario —. Prométemelo. ¡Prométemelo! — Insistió al ver que esta no respondía.
Ella se lo pensó un rato hasta que finalmente se resignó y contestó — no muy convencida de ello —:
   — Vale, vale. No se lo diré a nadie… y tampoco a Rachel. — La tristeza invadió esas cuatro últimas palabras pronunciadas por una Isabella abatida.
   La chica continuaba conmocionada. ¿No sería mejor preguntarla a ella eso que ambos personajes suponían que pasaba para asegurarse? ¿No sería el camino fácil? Ah, claro, ellos no querían que ella se enterase de lo que ocurría. Eso hizo despertar al monstruo que habitaba en su interior que desató el odio contenido que hacía tiempo que se moría por salir.
   — Bien — Mark parecía más calmado —, será mejor que entremos. Rachel te estará esperando.

martes, 3 de agosto de 2010

Capítulo 1: Matt

E
RA un día lluvioso… los coches circulaban por la carretera con estrepitoso ruido. El perro del vecino ladraba cada vez que alguien pasaba cerca de la casa en la que habitaba — aunque los residentes de ese barrio ya estaban acostumbrados a los constantes ladridos del animal —.
   Matt, como todas las veces que hacía ese tiempo tan oscuro y deprimente, se encontraba sentado en el alféizar de la ventana viendo a través de ella las monótonas acciones de los habitantes de su barrio: los vecinos de alta edad hablando entre ellos bajo los paraguas. El señor Warren paseando a su Doberman mientras aprovechaba el paseo para hacer footing. La señora McClosky, la vecina de al lado, arreglando su perfecto y espléndido jardín de rosas con un enorme gorro de paja que tapaba su arrugado y amable rostro y que al mismo tiempo evitaba que se mojara… Llevaban a cabo su rutina a pesar del temporal que hacía, en lugar de aprovechar a descubrir cosas nuevas que dieran un sentido mayor a sus vidas. Pero tal vez para esos seres que observaba en la calle su vida ya tuviera el suficiente sentido y que fueran felices tal y como era… En cierto modo los envidiaba, a pesar de que para él fuera lo de siempre. Exactamente como todos los días. Irremediablemente aburrido. Ellos tuvieron, tienen y tendrán lo que Matt más deseó y que sin embargo no tenía: el amor de una madre y el afecto de un padre.
   Al muchacho le resultaba frustrante que hiciese tan mal tiempo, ya que si no hubiera sido así podría haber quitado la monotoniedad — aunque solo fuese por un par de horas — a ese día practicando surf, un deporte que adoraba y que le hace sentir que solo existían él, su tabla y el mar… Por lo tanto, cogió la guitarra española que tenía enfrente, de un tono marrón claro, en la cual tiene grabada con una letra pulcra y estilizada en la parte derecha de abajo en la misma madera la palabra “Libertad”. Esa libertad que tanto ansiaba tener y que solo llegaba a alcanzar cuando tocaba el instrumento, cuando sus blanquecinos dedos rozaban las cuerdas y con ellas creaba música.
   La verdad, no le importaba que fuese algo parecido a una rutina tocar un instrumento y mucho menos cuando adoras hacerlo.
   Matt, gracias a la guitarra, conseguía expresar como se sentía en el momento que la tocaba cantando lo primero que se le venía a la cabeza al ritmo de la música y de ese modo sentirse, de alguna manera, como un pájaro sobrevolando el cielo sin limitaciones. Feliz como una niña pequeña a la que le acaban de regalar una piruleta.

One minute alone                                                    One minute alone
looking through the window                                    looking through the window
every day is the same                                              every day is the same
it doesn’t wanna change.                                        it doesn’t wanna change.

I’m waiting                                                              The sun disappears and I stay alone   
waiting for the night                                                in this empty room
and for the white clouds                                          darkness and lonlyness.
highlighting in the sky                                             Every time that this happen
with his color, touch and sponginess                      I lie on my bed,
and see how for every second                                 I close my eyes and I say:
cry and cry                                                              “Goodbye”.
droplets of sweet water
fresh, refreshing…
one better than the previous
and each of them
unique and valuable.

   — ¡Maaatt! — Gritó Claudia, su pesada hermana mayor, a la vez que entraba en su habitación — ¿Quieres dejar de hacer ruido? Tengo visita y estoy ocupada — dijo, poniendo énfasis a las tres últimas palabras. Levantó una ceja y le miró como si no hicieran falta más palabras que esas para que él se diera cuenta de lo que ella estaba haciendo.
   ¿Visita? ¿Quién sería esta vez? ¿El hijo del quiosquero? ¿Del fontanero? ¿El propio fontanero? No lo sabía y sinceramente le daba igual. No quería inmiscuirse en la vida privada de su hermana más de lo necesario porque estaba seguro de que si lo hiciera acabaría odiándola aún más. Así que el muchacho se limitó a hacer suposiciones: se habría jugado el cuello a que esa visita sería otro pobre chico seducido por Claudia que no sabía donde se estaba metiendo. Estarían un mes comiéndose la boca como si no hubiera otra cosa, “el amor está en el aire” y toda esa mierda, después llegaría la fase de los celos en la que Claudia acusaría al chico en cuestión de ponerle los cuernos porque le ha visto hablando con otra chica que no era ella y por último un par de días deprimida, le sería infiel ella a él y romperían. Más tarde ésta se buscaría otro muñeco al que manipular para saciar su pena.
   A su hermana se le daba de maravilla montar el paripé, le encantaba ser el centro de atención y cuando no lo era se encarga ella personalmente de que ocurriera algo para volver a serlo. Y en cuanto a sus relaciones con los hombres… supongo que ya os la habréis imaginado. Se limitaba a ser de la siguiente manera: coge uno, lo usa, lo tira y va a por el siguiente. Los trataba igual que a los pañuelos de papel; Matt se compadecía del pobre chico que había caído en las garras de Claudia y que estaba en el cuarto de ésta. Le daba mucha, mucha pena.
   — Querrás decir que tu boca está ocupada — aclaró Matt con un tono despectivo, afinando su guitarra —, o cualquier otra parte de la anatomía de tu cuerpo — concluyó.
   Claudia lo miró con ira. Parecía que intentaba lanzarle algún sortilegio que le hiciera entrar en llamas o convertirlo en un sapo horrendo. Pero pronto desistió al ver que su hermano ni se inmutaba, que pasaba de ella olímpicamente. Desistiendo del vano intento de que Matt le prestara cada partícula de su atención soltó una risa ahogada y llena de orgullo dijo:
   — Esta vez te lo paso, pero no quiero que me vuelvas a hablar así —, él asintió como si le importara lo que acababa de decir. Se despidió con un leve movimiento de muñeca y sin mirarla susurró un “adiós” burlón con las cejas levantadas.
   Claudia le dirigió una mirada fulminante y salió, altiva, de la habitación. No soportaba que nada ni nadie la tratara así, como si no fuera importante, como si no fuera el centro del Universo. Eso desquiciaba a Matt. No aguantaba a la gente como su hermana o como su madre que solo buscaban el bien propio y jamás ayudaban a nadie, ni siquiera a una pobre ancianita a cruzas la calle. ¡Las detestaba!
   Cuando la puerta chocó contra el marco provocando un ruido ensordecedor, el chico volvió a mirar por la ventana empapada por las gotas de lluvia, la cual caía cada vez con más fuerza convirtiendo ese día en el día más deprimente de la semana. Añoraba el Sol, el calor de los rayos sobre su pálida cara, el suave tacto de la arena en sus manos, la humedad sobre todo su cuerpo, el roce del agua fría del mar en sus pies y la sal de éste en su lengua… Suspiró. Añoraba tantas cosas… incluso las que no tenía y nunca había tenido y con las que únicamente podía permitirse soñar… como el abrazo de una madre preocupada por su hijo enfermo, jugar al baseball con un padre que deseara pasar más tiempo con su “pequeño grandullón”, hacer travesuras con una hermana que se divirtiera a su lado… Añoraba tantas cosas que eran inexistentes en su vida…
   Paulatinamente el agua cesó de caer del grisáceo cielo dando paso a una blanca y espesa niebla. Extraño. ¿Qué había pasado? << Es imposible que haya parado de llover tan de repente >>, pensó Matt, impactado. Se puso de rodillas en el alféizar y colocó sendas manos sobre el empapado cristal…
   … Silencio. En ese momento solo se oía el silencio. Ni el revolotear de los pájaros, ni el ladrido de los perros, ni el fulgor de las olas chocando con las rocas de los acantilados… Nada. Era bastante inquietante. Hacía que los músculos se tensaran e impedía el movimiento de las articulaciones a causa del pánico que este silencio producía…
   … Frío. Un frío glacial. El aire que el muchacho expulsaba por la boca se convertía en vapor y sus manos estaban entumecidas debido al frío inhumano que se había apoderado de su cuarto, aún colocadas sobre el cristal incapaz de moverlas. Era como si la piel se hubiera transformado en hielo y se fuera despegando poco a poco del cuerpo.
   — ¡Margaret, el termostato! — Articuló. Solo consiguió articular. Ni el más leve atisbo de sonido salió de su boca.
   Ahora si estaba asustado. Mucho más que eso… horrorizado, terriblemente horrorizado. Matt continuamente se había ceñido a la ciencia, a los hechos que ésta iba demostrando al cabo de los años, en los avances que se producían… Nunca había creído en la magia o en los poderes sobrenaturales… en nada que se asemejara a hechos fantásticos — por este motivo no leía novelas de ciencia ficción, ni veía películas de este campo. Le parecían absurdas —. Sin embargo estaba ocurriendo algo son explicación alguna delante de sus narices. Algo que no era capaz a demostrar ante nadie porque no lo creerían. Seguramente pensarían que estaba loco o que había sufrido una alucinación.
   << ¡Exacto! Una alucinación, solo es eso. Esto es un sueño. Cerraré los ojos y cuando los abra estaré tendido en mi cama y todo habrá vuelto a la normalidad >>. Pero no fue así: el cuarto seguía tal y como estaba hace unos segundos.
   Apartó la mirada lentamente de la ventana, aterrado por lo que pudiera encontrarse, y la dirigió hacia el interior de su habitación. La niebla había penetrado en ella. Tenía la sensación de que el corazón se le iba a salir del pecho. Los latidos cada vez eran más fuertes y veloces. ¿Qué estaba pasando?
   Inhóspitamente un recuerdo se le vino a la mente. Era un recuerdo de cuando tenía un año aproximadamente: Matt estaba en su cuna, como cualquier niño de su edad a medianoche, durmiendo plácidamente, hasta que de pronto un frío sobrecogedor salido de la nada se apoderó de la habitación y un silencio que no pertenecía a este mundo se acopló en la misma. El niño comenzó a llorar, el frío y el silencio lo despertaron, atemorizándolo, pero no lo oían, ni él mismo era capaz de oír sus incesables llantos, lo que provocó que su lloro aumentara. El pobre bebé estaba desesperado, nadie venía a rescatarle, a cogerle en brazos y mecerle para hacerle saber que no estaba solo. Sin embargo, las lágrimas dejaron de caer de sus enrojecidos ojos verde-azulados cuando oyó una dulce voz diciéndole…
   << Ven… >>
   Matt salió de su recuerdo como si lo hubieran echado de un empujón cayendo de rodillas al suelo las cuales comenzaron a dolerle, pero el malestar no era tan grande como la consternación que lo abrigaba en esos instantes.
   Un sudor frío comenzó a caerle por la frente y la respiración del muchacho se tornó entrecortada. ¿Qué había sido eso? No, no podía ser real. El miedo lo había abrazado con sus negros y largos brazos, asiéndole con fuerza para no dejarlo marchar.
   << Ven… >>
   Lo llamó la misma voz de antes esta vez en la vida real. Se trataba de un susurro apenas audible pero que sonaba en toda la estancia acallando al silencio que la reinaba. Un susurro lejano de mujer… suave y dulce, grave y leve.
   << Ven a mí… >>
   Repitió aquel susurro. Un escalofrío le recorrió el cuerpo por el simple hecho de haberlo escuchado. El chico no lograba entender nada. ¿Quién lo estaba llamando? ¿Qué quería de él?
   Matt cerró los párpados diciéndose para sí: << Despierta, despierta, despierta, ¡despierta! >>. No paraba de repetirlo. Deseaba que aquella situación sin sentido terminara ya, ya que se había sumado al terror y a la incomprensión una especie de mano invisible que le agarraba el estómago provocando que los nervios salieran a flote.
   << Ven… Ven a mí… >>, dijo de nuevo el susurro.
   ¿Es que acaso se estaba volviendo loco? ¿Era esto una broma pesada de su hermana como venganza por su indiferencia hacia ella? Porque si así era no tenía ninguna gracia…
   … Oscuridad.  De repente la habitación se sumió en la más negra oscuridad. De rincón a rincón, sin dejar espacio para la luz, enemiga de ésta, salvo la que procedía de la ventana que a pesar de todo era muy leve, mortecina, casi invisible. Matt se levantó lo más rápido que pudo y volvió a sentarse en el alféizar dirigiendo su vista hacia ese único punto de luz. La niebla fue dispersándose poco a poco, pero no del todo, aunque si lo justo para poder ver lo que sucedía en la calle: la gente estaba parada completamente, petrificada. Ninguno de ellos se movía, no existía el más mínimo de los movimientos. El tiempo se había parado para todos, salvo para él.
   Definitivamente lo ocurrido hasta el momento tenía, debía ser un sueño. Nada de esto podía ser cierto, era imposible. Volvió a intentar salir de la pesadilla en la que se hallaba envuelto. Probó a cerrar los ojos y a esperar otra vez. Pero no funcionó. Probó a pellizcarse. Pero no funcionó. Probó a darse golpes en la cabeza contra el marco de la ventana. Pero de nada sirvió. No se despertaba, no lo conseguía y era lo que más ansiaba en esos instantes: despertar. ¿Pero cómo? No encontraba ningún otro medio para volver en sí y no estaba dispuesto a asumir que lo que estaba pasando era real.
   << Relájate… Relájate… >>, se decía para calmar los nervios que le estaban comiendo las entrañas. Inspiró… Espiró… Repitió el proceso varias veces hasta que notó que se encontraba mejor. << Un sueño, solo es eso un… >>, algo interrumpió sus pensamientos. La niebla en un punto concreto del exterior se había oscurecido obteniendo la forma de una persona, de una mujer que iba avanzando en dirección a su casa con pasos lentos y elegantes.
   Era una muchacha de cabellos castaños y rizados con una diadema de oro reluciendo en su cabeza con diamantes rojos incrustados en ella. Llevaba un vestido blanco, semejante a la nieve, con los hombros al descubierto y las mangas las llevaba arrastrando por el suelo y el mismo vestido le caía desde los pechos hasta el asfalto. Su cara, cubierta por una piel morena que contrastaba con la empalidecida niebla y con el resplandeciente vestido, estaba medio tapada por su cabello y solo dejaba entrever uno de sus ojos color marrón, una nariz recta y unos labios perfectamente carnosos. Parecía una princesa… la princesa más hermosa que Matt jamás había visto. Era bella, elegante, perfecta…
   De repente la sensación de vacío que lo invadió cuando descubrió que a efectos prácticos era el único superviviente del planeta, desapareció. Había alguien más con él y no una persona cualquiera, no, estaba ella, esa chica surgida de la nada hacia la cual Matt sentía que la conocía de toda la vida. No eran desconocidos sino que eran dos viejos amigos reencontrándose.
   << Ven… Ven a mí… >>
   Al fin el muchacho supo de donde procedía aquel susurro y de quien era. Salía de los labios de aquella magnífica mujer que alargó el brazo extendiendo la mano con una dulce y torcida sonrisa más llamativa aún debido a la mirada enloquecedora llena de brillo y seducción con que lo observaba…
   Matt ya no era consciente de sus actos desde que sus ojos se encontraron con los de la hermosa chica. Estaba completamente a su merced. El iris del joven había pasado de ser verde-azulado a gris, siniestra y absolutamente gris, como la niebla que cubría la calle, y su mirada estaba perdida… perdida en la nada.
   << Ven… Ven a mí… >>
   Le flaquearon las piernas pero pronto comenzó a andar en la dirección en la que se encontraba la misteriosa doncella sin perder el equilibrio, igual que una marioneta pendiente de unas cuerdas invisibles manejadas por un ser sin nombre.
   Pasó al lado de la habitación de su hermana que tenía la puerta entreabierta y se podía vislumbrar que estaba tumbada en la cama con un chico — no sabría decir quién — encima de ella. Bajó las escaleras y al llegar al pasillo pasó justo al lado del salón, que se situaba a la izquierda, donde estaba la egocéntrica de su madre haciendo ejercicio en la bicicleta estática mientras veía su serie matutina con los cascos inalámbricos. Y finalmente se encontraba ante la entrada principal de madera de castaño, la cual abrió para encontrarse a pocos metros de la espléndida chica.
   En la calle no hacía calor, ni tampoco frío. El tiempo atmosférico se había parado también, aunque Matt no se dio cuenta de ello — novedad que seguramente le hubiera puesto más histérico de lo que ya estaba — debido al estado en el que se encontraba inmerso.
   << Ven… Ven a mí… Ven… Ven a mí… >>
   Repetía cada vez más rápido y grave, sin cesar. La voz, a medida que avanzaba, era más cercana y Matt se sentía mucho más atraído a ir, a estar cerca de ella, de esa joven que continuaba con la mano extendida y con aquella mirada sumamente libidinosa, más nerviosa que antes porque el muchacho ya estaba casi a su lado, pero manteniendo la misma postura firme del principio con un deje de erotismo a la vez.
   << Ven… Ven… Ven… >>, coreaba ansiosa.
   Ya quedaba menos… Tres metros… Dos metros… Un metro… Matt alargó lentamente el brazo hasta que ambas manos se rozaron — la de la muchacha cubierta por la seda de la que estaba fabricado su vestido —, y una centelleante luz cegadora absorbió todo lo que se encontraba alrededor, inundando cada esquina, cada camino, cada casa… absolutamente nada quedó fuera de su alcance.
   Cuando Matt quiso darse cuenta de lo que estaba sucediendo su vida había vuelto a la normalidad: ya no llovía, la niebla se había extinguido, el frío dio paso a un calor asfixiante, el silencio ya no existía… volvía a haber movimiento. Todo era normal de nuevo, exceptuando una cosa que no encajaba: tenía una piedra perfectamente redonda con un Sol amarillo con rayos naranjas tallado al milímetro en tres dimensiones… La miró con incomprensión, moviéndola entre sus blancas manos. Seguía anonadado y con la boca ligeramente abierta. ¿Qué había pasado? ¿Cuándo había salido a la calle? ¿Cómo había llegado esa piedra a sus manos si tan solo había sido un sueño? Entonces, para su desgracia, comprendió que no servía de nada autoengañarse… << Ha pasado >>.
   — ¡Matt, tío! — Lo llamaron a voz en grito, sacándolo de sus cavilaciones tiempo más tarde.
   La voz que lo reclamaba provenía de George, su mejor amigo. El único que lograba o al menos intentaba comprenderlo. El único al que le daba igual sus rarezas. El único que se preocupaba por él en todo momento. El único al que le importaba por encima de todo sus sentimientos. Era un amigo de verdad… Lo quería como al hermano que tanto ansiaba tener y que sin embargo nunca tendría.
   Era un chico de metro ochenta aunque no muy musculoso — el deporte no era su punto fuerte —. En varias ocasiones había intentado practicar uno pero siempre lo acababa dejando. A pesar de su inestabilidad en lo que se refiere a este mundillo se mantenía fiel a su afición por la tecnología y a dar vida a ideas disparatadas que lo más seguro es que no se fueran a realizar nunca.
   Sus ojos eran marrones oscuros y su piel tenía un tono ligeramente moreno. Su pelo era una mezcla entre rubio y negro azabache que siempre llevaba corto y bien peinado con un toque personal, al contrario que su amigo.
   Podía llegar a decirse que fue uno de los chicos más populares, a pesar de que él aborreciese serlo y lo evitara a toda costa. No soportaba que lo siguieran como a un perrito faldero y que lo imitaran en todos los aspectos existentes — vestuario, forma de caminar, hablar… — para que de ese modo pudieran sentirse a gusto consigo mismo como lo era su “ídolo”. Le producía lástima.
   Rápidamente Matt, con cierto nerviosismo, metió la piedra en el bolsillo delantero del pantalón vaquero que llevaba puesto y lo habló como si en realidad no le hubiera pasado nada, aunque resultara difícil de ignorar.
   — ¡George! ¿Qué tal? — Lo saludó con una media sonrisa, intentando que el miedo y la amargura que sentía en esos instantes no se hicieran presentes en su rostro ni en su voz.
   Choque de manos: arriba, abajo. Hombro izquierdo con derecho, derecho con izquierdo. Su saludo. Simple y poco original, “creado” cuando tenían cinco años. A decir verdad la época más feliz de su vida debido a que pasó la mayoría de su tiempo George y no veía, técnicamente, a su familia y su madre no estaba tan distante. Un regalo caído del cielo se podría decir, puede que incluso más que eso: un milagro, uno de los que se frecuentan en muy pocas ocasiones.
   Sus amos de oro se dieron por finalizados cuando empezó el segundo curso en la escuela de primaria, ya que Stephanie, por alguna extraña razón, empezó a “preocuparse” por él, aunque más bien le privó de la libertad de la que había gozado hasta entonces sin motivo remunerado alguno. A día de hoy sigue sin saber el porqué de ese cambio tan repentino en su actitud. Eso sí, todo hay que decirlo, esa etapa de “madre protectora” llegó a su fin tan rápido como llegó y volvió a ser la mujer egocéntrica y fría que siempre ha sido. Matt no le encontraba el sentido, al igual que a muchas otras cosas, pero sinceramente, le importaba tanto que ni siquiera se molestaba en buscarlo.
   — Bastante bien — contestó encarnando una ceja, observando a su amigo con ojo crítico —. Tío, ¿te pasa algo? Estás más pálido que de costumbre, ¡y ya es decir! — Sonrió de forma burlona.
   No había logrado disimular el estado de shock en el que se encontraba, más bien estaba más presente que antes. Tenía miedo de que ocurriera otra vez, lo mismo o algo parecido. Odiaba sentirse indefenso y a merced de cualquiera, y también odiaba no ser capaz a comprender lo que pasaba en su entorno.
   — No, tranquilo. No me pasa nada — mintió.
   George le echó una mirada fulminante, arrugando el entrecejo al mismo tiempo que levantaba ambas cejas en signo de preocupación, además de curiosidad.
   — En serio — remarcó Matt, intentando sonreír.
   George suspiró. Resignado y sabiendo que no sería capaz de sonsacarle más — a pesar de que en su fuero interno supiera que algo le ocurría — decidió abarcar otro tema de conversación, el motivo por el cual había acudido a visitarlo. No quería enfadarse con Matt porque no se lo contaría de todas formas y si seguía insistiendo ese sería el resultado que obtendría: un amigo cabreado y un gran sentimiento de culpa.
   — ¿Sabes qué? — Preguntó poniendo una sonrisa que no le cabía en la cara.
   — Ilumíname.
   — Sabes quién en Megan Jackson, ¿verdad? — Siguió preguntando con la ilusión grabada en el rostro.
   — Supongo — se paró a pensar —, ¿qué pasa con ella? — Preguntó Matt sin el menor interés, después de la pausa, mirando al suelo. No podía quitarse de la cabeza la imagen de la hermosa dama de vestido blanco.
   Megan Jackson era una compañera de clase de los dos amigos. Una de las víboras más populares del instituto: morena, ojos azules, cuerpo de escándalo… El envoltorio era estupendo pero en lo que se refiere al interior estaba vacía, no había donde rascar, además su inteligencia dejaba mucho que desear. Fue una de las chicas más fáciles que conoció. Y su risa de cerdo degollado era lo peor.
   — Quiere pedirte para salir — respondió eufórico después de unos segundos para darle emoción.
   El muchacho se quedó de piedra. La pequeña sonrisa de su semblante desapareció en cuestión de milésimas. Miró a George a los ojos con una mezcla de incomprensión y odio. Como cuando te parte un rayo, esa fue la sensación exacta que tuvo Matt.
   Tardó un poco en asimilar las palabras de su amigo… ¿Pedirle para salir? ¿Es qué acaso quedaban más chicas que albergaban esperanzas con él?
   — ¿Qué? — Consiguió decir finalmente, entrecortado, con los ojos fuera de sus órbitas.
   — ¡Qué Megan quiere salir contigo! ¡Una chica! ¿Sabes lo que es eso? Ya sé que no es nada del otro mundo pero…
   — No quiero salir con ella, George — lo interrumpió —. Más concretamente: no quiero salir con ninguna otra chica — sentenció negando rápido con la cabeza — ¿Cuántas veces te lo tengo que decir? ¿Cómo te lo tengo que explicar para que te entre de una vez en esa piedra que llevas por cabeza? — golpeó varias veces su sien con el dedo índice —. No quiero novia — continuó, enumerando con los dedos de la mano —, ni un lío, ni un amante, NADA. Que yo sepa no es tan difícil de entender.
   — Matt, sabes que me preocupo por ti… A este paso no se te va a pasar el arroz, ¡se te va a quemar la cazuela!
   Matt arrugó el entrecejo ofendido. ¿Acaso no podía ser partícipe de su vida amorosa que se la tenían que planificar otros? ¿No entendía que a lo mejor, solo a lo mejor, estaba mejor sin ninguna chica a su lado?
   — Me… da… igual… — Dijo entre dientes, apretando las manos con fuerza —. Que pasa, ¿tengo que tener novia por obligación? ¿Tengo que formar una familia porque las leyes de la naturaleza me obliguen? ¿Tengo que perder la virginidad por narices, porque serlo a mi edad es penoso? — Preguntó poniendo cierto tono de burla a la última frase —. No. Asunto zanjado.
   Su rostro ya no estaba pálido, sino rojo picante debido a la furia acumulada. Seguramente que si George se hubiera atrevido a tocarlo se hubiera quemado de tan encendido como estaba. Lo mejor era no provocarlo más porque sino, quien sabe, podría haber llegado a usar la fuerza bruta.
   Estaba cabreado… cabreado porque siempre intentaban controlar su vida, fuera quien fuere, cansado de que le criticaran por hacer o dejar de hacer algo que no estaba dentro de lo que suelen denominar “normal”. ¡Estaba cansado de todo lo que le rodeaba!
   — Lo siento, tío… es solo que… me preocupas… Últimamente casi no nos vemos y cuando lo hacemos estás de mal humor. No hablas con nadie… y creía que una chica te vendría bien — se disculpó George —. Un poco de diversión, ¿sabes?
   — Pues pensaste mal. Y no lo hagas. No necesito tu compasión — soltó con resquemor, y sin mediar más palabras con su amigo se dio la vuelta y se fue, entrando en casa de nuevo, dejándolo más confundido que antes.
   El chico estaba tan enfadado con el mundo en general que si se hubiera quedado un par de minutos más discutiendo con George le habría metido tal empujón que lo abría tirado al suelo, el cual en esos instantes continuaba impactado por la actitud de Matt, ya que él siempre había hablado con respeto a la persona hacia la que se dirigía y sobre todo con serenidad, y a veces con un toque de humor en sus respuestas, sin levantar la voz en ningún momento.
   Sabía con certeza que era distinto al resto… eso lo supo desde el día en que se conocieron, pero el Matt de hacía tan solo unos minutos no era el Matt que George conocía. << Algo en su interior está cambiando >>, pensó George, apesadumbrado.